Cómo reconocer a un Maestro

ArmandoRojasGuardia

Armando Rojas Guardia

Una reflexión a partir de la lectura de Nuestra vida con el señor Gurdjieff (Caracas – Madrid, Editorial Ganesha / Gaia Ediciones, 2014), las memorias de Thomas y Olga de Hartmann sobre su travesía, a la vez exterior e interior, tras los pasos de G. I. Gurdjieff entre 1917 y 1930.

El libro de los De Hartmann sobre su relación con Gurdjieff es el relato de un discipulazgo. Toda la pregnancia intelectual, pero sobre todo espiritual y moral, que trasunta el binomio Maestro-discípulo está presente en el libro. Buena parte de la historia de la cultura, tanto la occidental como la oriental, tiene en ese binomio uno de sus pivotes fundamentales. No sólo la producción misma del conocimiento depende de él, sino también la transmisión y difusión de las concepciones del mundo, los valores y los estilos de vida. El arco histórico de la relación Maestro-discípulo abarca a figuras trascendentes de nuestra civilización: desde Sócrates y Jesús de Nazaret, hasta Husserl, Heidegger y Wittgenstein, pasando por ENuestra Vida con el Señor Gurdjieff 01 (1)picuro en el siglo V a. C., Plotino en el siglo II a. C., Abelardo en el siglo XII d. C., Alain en el siglo XX y un significativo etcétera. En todos ellos se evidencia el mismo fenómeno: un carisma individual, poderosísimo, al cual responde una devoción tan intensa por parte de los que lo reciben como un don misericordioso, que uno estaría tentado a calificarla de “erotizada”. En la tradición budista, especialmente en la Zen, la presencia del Maestro viene a ser indispensable: todo gira en torno a ella. Para no hablar de esa misma ineludible presencia en el sufismo islámico y en el movimiento hasídico vinculado al judaísmo: resulta impensable la mistagogía que implica toda genuina iniciación espiritual y religiosa sin el eje de un guía que transmita la enseñanza, desde el ejemplo paradigmático de su propia vida. Esto es lo que encontramos en el libro de los De Hartmann: la irradiación de un magisterio personal, encarnada en Gurdjieff y el eco, igualmente personal, que ella produce en los que la siguen, hasta internalizarla y convertirla, por decirlo así, en una “segunda naturaleza”.

Pero no todos los que se han dicho y se dicen Maestros lo son realmente. En nuestra época, los Maestros no abundan (como sí lo hacen los charlatanes y los que adoptan poses de “gurúes”) y ello se debe sobre todo a que tampoco abundan discípulos, es decir, hombres y mujeres tan refinados espiritualmente y tan adiestrados en el arte –sí, el arte– de la admiración y el reconocimiento, que están dispuestos a abrirle un espacio psíquico importante dentro de su propia interioridad, a la enseñanza que les llega, a menudo como una llamada, como una vocación, desde la superioridad de otro hombre, más sabio que ellos, más aventajado en el arte de saber vivir. Voy a desglosar brevemente tres de las características que para mí delinean la fisonomía espiritual de un Maestro auténtico, tal como las he podido constatar en las memorias de Thomas y Olga de Hartmann.

La primera es la “auctoritas”. Una autoridad que nada tiene que ver con el despotismo que desea imponerse sobre los demás. En la escena IV del acto I de El rey Lear, de Shakespeare, Kent, quien no conoce personalmente al rey e incluso no sabe quién es ese hombre que tiene delante, le dice a Lear: “… Lleváis algo en vuestro rostro, algo que querría llamar ´señor´”; Lear le pregunta: “¿Qué es eso?” Y Kent le responde ´autoridad´”. Ésa es la “auctoritas” a la que me refiero: la que emana a veces, incluso hasta físicamente, de la presencia personal del Maestro, y que el discípulo comprueba existencialmente mediante una especie de espiritual instinto. Olga de Hartmann nos dice que la mirada de Gurdjieff no se parecía a ninguna otra. Y ciertamente los ojos de Gurdjieff son lo primero que capta nuestra atención en cualquiera de las escasas fotografías que tenemos de él. Aunque se trata de una autoridad que se manifiesta por sí misma, en ocasiones inmediatamente, es preciso para detectarla, lo que llamé “el arte de la admiración y el reconocimiento”, la disciplina de la atención: si los De Hartmann no hubieran estado atentos, lo suficientemente ejercitados en aquel arte, el encuentro con el Maestro en San Petersburgo no hubiera sido, como lo fue, el acontecimiento decisivo de sus vidas.

La segunda característica del verdadero Maestro es la congruencia entre lo que dice y lo que hace, entre su enseñanza y su vida. Si los De Hartmann hubieran detectado la más mínima incongruencia de este tipo en Gurdjieff, no habrían realizado ni el más ínfimo de los esfuerzos, inclusive corporales y económicos, que se sintieron motivados a emprender por estar a la altura de lo que el Maestro les exigía. Ello se vuelve palmario y ostensible si tomamos conciencia de que Gurdjieff a menudo los dejaba perplejos, y otras veces se mostraba voluntariamente oblicuo y escurridizo, tan atípicos y poco convencionales eran su pedagogía y sus métodos de enseñanza. Ellos siempre supieron que la misma vara con la que los medía era la que usaba para medir su propia vida: si en ocasiones se mostraba duro era sólo porque venía a ser implacable en la observación de sí mismo.

Y la tercera característica es la del respeto sagrado por la autonomía del discípulo. Thomas lo dice explícitamente: Gurdjieff no quería obediencia automática. Procuraba suscitar el autoconocimiento del discípulo para que éste accediera a niveles superiores de conciencia y libertad. Nada menos afín a su enseñanza que el “culto de la personalidad”, la esclavitud espiritual que propicia el aplauso servil al líder. Trataba de que el discípulo llegara a ser un maestro de su propia vida. Leyendo algunas páginas del libro de los De Hartmann recordé la formulación lapidaria de Unamuno: “Maestro es aquel que va a cada quien: lo inquieta, y lo deja”.

Palabras de presentación ofrecidas en la librería El Buscón, de Caracas, el 3 de julio de 2014.