Cuentos Tradicionales

Y me siento obligado a obrar así, pues acabo de recordar la historia de cierto kurdo de Transcaucasia, de quien oí hablar en mi infancia. Cada vez que un caso semejante me la traía a la memoria, dicha historia provocaba en mí un impulso “por mucho tiempo inextinguible” de enternecimiento. Y pienso que será muy útil, tanto para mí como para usted, que se la relate detalladamente.

En efecto, he resuelto hacer de la “miga” de esta historia –o, como lo habrían dicho los judíos de negocios modernos “pura sangre”, de su tsimes– uno de los principios fundamentales de la nueva forma literaria de la cual voy a hacer uso para alcanzar el objetivo que tengo pensado.

Ese kurdo transcaucasiano salió un día de su pueblo para ir a la ciudad, por razones de negocio; al llegar al mercado, vio un puesto de frutas de todas clases muy hermosamente dispuestas.

Entre todas las frutas exhibidas, se fijó en algunas, soberbias tanto por su color como por su forma; se sintió tan atraído y tenía tal deseo de morderlas, que resolvió, pese a que tenía poco dinero, comprar aunque fuese uno solo de esos dones de la Gran Naturaleza.

Muy excitado con la idea, nuestro kurdo entró en la tienda con una desenvoltura que no le era habitual y, apuntando su índice calloso hacia las frutas de su agrado, pidió el precio al tendero.

Este le respondió que costaban seis monedas la libra.

Al ver que no era tan caro, siendo unas frutas tan maravillosas, compró una libra completa.

Luego, nuestro kurdo, al terminar sus negocios, regresó el mismo día, a pie, hacia su pueblo.

Caminaba a la caída de la tarde por montes y valles, percibiendo, a pesar suyo, el aspecto exterior de las partes encantadoras del seno de la Gran Naturaleza, nuestra Madre común. Y como absorbía involuntariamente el aire puro, no envenenado por las exhalaciones de las ciudades industriales, le vinieron de golpe las ganas de hartarse también de alimento ordinario. Sentándose entonces al borde del camino, tomó pan de su saco de provisiones, luego las frutas admiradas que se puso a comer tranquilamente.

Cuando… ¡oh, horror!… ¡se siente arder todo!

Pero, a pesar del ardor, nuestro kurdo sigue comiendo.

Y seguía comiendo, esta desafortunada criatura bípeda de nuestro plantea, por el solo hecho de esa propiedad específica del hombre, que yo fui el primero en hacer notar, y cuyo principio, que sirve de base a la nueva forma literaria que creé, me llevará al objetivo como un “faro director”. Usted, igualmente, captará  pronto, estoy seguro, su sentido y su alcance –según el grado de su comprensión, desde luego– si lee ciertos capítulos de mis obras, a condición, sin embargo, de que se arriesgue a continuar esa lectura –a menos que usted ya “olfatee” algo hacia el final de este primer capítulo.

Así pues, justo en el momento en el que nuestro kurdo estaba invadido por la oleada de sensaciones extrañas que suscitaba en él ese original festín del seno de la Naturaleza, pasó por el camino un hombre de su pueblo, conocido por su sentido común, y su gran experiencia. Vio que el kurdo tenía el rostro encendido, que las lágrimas le chorreaban de los ojos, pero que eso le tenía sin cuidado, tan ocupado estaba –como absorbido por el cumplimiento de un deber supremo– en comer un verdadero “pimiento rojo”.

Le dijo:

“¡Qué demonios haces! Eh, triple idiota de Jericó, ¿quieres acaso quemarte vivo? ¡Echa ese producto insólito que no conviene a tu naturaleza!”

Pero nuestro kurdo le replicó:

“¡Ah no! ¡No lo botaré por nada del mundo! ¡Lo pagué con mis últimas monedas! ¡Aunque el alma me salga del cuerpo, me lo comeré hasta lo último!”

Dicho eso, nuestro resuelto kurdo –y por cierto lo era– lejos de tirar su “pimiento rojo”, siguió comiéndolo.

 

Cuento que aparece en el libro Relatos de Belcebú a su nieto (Crítica objetivamente imparcial de la vida de los hombres), Libro Primero, Primera Serie de Del Todo y De Todo, de G. I. Gurdjieff